el puente de los espías

Sharansky
En febrero de 1986 tuvo lugar el último canje entre el Este y el Oeste, en el Glienecke Brücke que une Berlín y Postdam.

Recuerdo el último intercambio. Acababa de ser nombrado corresponsal y todavía estaba organizando la logística en Bonn, la que era capital de la República Federal de Alemania y donde estaba entonces la corresponsalía de TVE. Allí andaba catalogando las películas que nos había dejado Manuel Piedrahita, mi antecesor, y gestionando la adquisición de un equipo de vídeo cuando vimos a Sharansky cruzando el puente. No salimos hacia Berlín, habríamos tenido tenido de entrar en el telediario, porque en Torrespaña (para ahorrar) se conformaron con una crónica hecha con las imágenes de la ARD alemana. A orillas del Rin tuvimos que hablar del puente de loa espías, en Berlín. Tres años y nueve meses después, caía el Muro y esa vez sí que estábamos allí.

El Glienecker Brücker fue abierto de nuevo el 10 de noviembre de 1989, el día siguiente de la caída del Muro. A pesar de toda la literatura y toda la filmografía del canje de espías, en este puente sobre el Havel que une Berlín Occidental con Postdam solamente tuvieron lugar tres intercambios en toda la guerra fría. El 10 de febrero de 1962, el teniente Rudolf Iwanowitsch Abel, espía soviético capturado en estados Unidos fue canjeado por Francis Gary Powers, el piloto norteamericano derribado con su U2 cuando hacía un vuelo de reconocimiento sobre la Unión Soviética.

Hubo que esperar más de 20 años para que el puente de los espías fuera de nuevo escenario de un canje y los periodistas pudieran fotografiar ese momento histórico. En este caso se trató de espías contra disidentes. Era el 11 de junio de 1985 y el canje benefició a 23 presos políticos canjeados por agentes ‘del frío’ que la CIA había detenido en Occidente. Al año siguiente se producía el canje de Anatoli Sharansky, disidente ruso de origen judío y activista pro derechos humanos, a quien todo el mundo pudo ver atravesar el puente cubierto de nieve en directo por la televisión.

Cuando me nombraron de nuevo corresponsal en Alemania, en el verano de 1996 y después de unos años en la redacción central, el puente de los espías mantenía todo su encanto y nos hizo ilusión instalarnos allí. No duramos mucho, el muro en las mentes llegó a ser tan insoportable o más que el muro de hormigón armado.

Volvía de corresponsal, a Berlín, a la Alemania reunificada, con mudanza total de Majadahonda a Postdam. Desde el salón de nuestra casa veía el puente de los espías y los lagos helados con veinte grados bajo cero en invierno. Muy bonito todo, muy de cine, a un cuarto de hora de la corresponsalía y con mis críos a dos manzanas de su escuela internacional. Pero no fuimos capaces de soportar aquella guerra psicológica Este/Oeste en una ciudad que estaba habitada por antiguos stasis y gente del régimen. Nosotros como wessis, occidentales, éramos mal-venidos.

En 2007, el Glienecker Brücke cumplía 100 años. Reconozco que todavía hoy conserva su glamour, su encanto de aquellos años de gloria en los que Postdam era la ciudad de las residencias secundarias y de la élite. Rodeada de agua y con el recuerdo y la memoria histórica de un pasado imperial. Durante 40 años de socialismo, la ciudad había caído en una total decadencia. Solamente los adictos al régimen podían vivir en una zona que era considerada off-limits para millones de alemanes del Este por su cercanía al Muro. Pero en cuatro décadas nadie se había preocupado de tapar los impactos de bala ni de reconstruir los edificios históricos dañados por los bombardeos y la toma de Berlín.

Los habitantes de Postdam fueron de los primeros en conocer lo que significaba la caída del Muro y la reunificación para sus vidas. Un ejército de especuladores inmobiliarios cayó sobre la ciudad que, en pocos años, ya no pertenecía a sus habitantes sino a los tiburones del Oeste que arramblaron con todo sobornando a jueces y policías para conseguir sus objetivos. Muchos humildes ciudadanos, del régimen o no, pero humildes, tuvieron que rendirse a la evidencia de que los pisos en los que vivían tenían otros dueños. En Postdam se mascaba el odio y la nostalgia, el rechazo de una libertad que no les había traído nada bueno.